Pbro.Dante De Sanzzi
Muchas veces en nuestro caminar
apostólico, perdemos una de las riquezas más grandes que dejó el Señor para
nuestra vida de fe: la admiración.
Admirar es mirar con devoción y
ternura todo lo que existe, lo que me rodea. Por todo esto admiramos (adoramos)
a Dios.
A la vez, se nos pide admirar la
creación. Nuestra vocación misionera tiende a ello. Dentro de las dificultades
y a veces las penas que descubrimos en los hombres, no tenemos que dejar pasar
este don de Dios.
En el dolor y en las cosas poco
agradables que podemos vivir, tenemos que saber admirar. Esto es descubrir,
también, la mirada de Dios ante lo negativo y pesado de la existencia.
En varias oportunidades he visto y
palpado con “admiración” el romanticismo que se pone en las misiones. Es tener
la mirada pura y franca para corregir este aspecto de la evangelización, que es
una de las fallas que nos hacen sentir frustrados.
Nuestras correrías misioneras no nos
dejan palpar la realidad que nos rodea.
El Señor Jesús invitaba a sus
discípulos a la oración personal y comunitaria, a descansar un poco, a escuchar
la Palabra por medio de sus enseñanzas, sabiendo que, parando un poco,
reflexionando algún instante, nos daríamos cuenta de cómo está la situación a
nuestro alrededor.
La Eucaristía, el perdón de los
pecados, la amistad, la mansedumbre, la paciencia, la alegría en el servicio
misional, la tranquilidad y el saber esperar los tiempos de Dios en su
manifestación, son los motivos de admiración que no pueden faltar a la hora de
salir al ruedo a llevar la Buena Noticia.
Saber que Dios vive presente en medio
nuestro y de manera constante; sólo así descubriremos el sentido de nuestra
tarea en la Iglesia misionera. Así sea.
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