Con el
Domingo llamado de Ramos o de Pasión del Señor, comenzamos a vivir, un año más,
la Semana Santa, la más fuerte y significativa de nuestra fe cristiana.
Es
llamativo como en siete días vamos viviendo los altibajos propios de cualquier
sociedad. También en la época y en el tiempo de Jesús. El primer Domingo de
esta semana, se recuerda la entrada triunfal del Señor a Jerusalén, la Ciudad
Santa, la de los profetas y amigos de Dios. La ciudad elegida para mostrarse al
mundo de ese tiempo como verdadero Dios y Hombre, de la raza de David, el gran
rey de Israel, el Bendito y esperado por las naciones. El “Dios con nosotros”
predicado por el profeta Isaías.
La multitud
lo aclama, lo vitorea, lo recibe honrándolo con palmas; y Jesús manifiesta la
Gloria de Dios humildemente entrando en la Ciudad con los discípulos y
predicando el amor y la fraternidad.
Lo más
elocuente es lo que sigue, como se va desarrollando la semana. Comienza a
gestarse la entrega, la traición, la muerte, antes padeciéndo la incomprensión
de un pueblo que espera al Salvador, al Redentor, pero en lo posible que venga
a liberar de una manera violenta, tomando las armas y ejecutando el “ojo por
ojo”. Jesús es todo lo contrario. Precisamente se dan vueltas las cosas, en tan
poco tiempo, por su prédica, por lo que hace y dice lo que hace. Por mostrar a
un Dios de amor; por pedir justicia y misericordia; no tanto sacrificio y
holocausto que no lleva a nada; porque vino a derribar la pared que separa los
pueblos: el odio.
El día
jueves, esperando la muerte, nos deja la Eucaristía y el Orden Sagrado; nos
deja el mandamiento de amarse unos a otros; y se prepara a morir en cruz como
un delincuente, el viernes santo.
Parece que
todo termina; los discípulos huyen, los judíos saciaron la sed de violencia y
siguieron practicando la incredulidad, la multitud, enérgica, desbordante, no
escuchó ni dio lugar a Dios.
Debemos
agradecer que no todo acabó alli. El Domingo, El “Dia del Señor”, el sepulcro
amaneció vacío. Cristo resucitó. María Magdalena, otras mujeres, Pedro y Juan,
fueron los primeros testigos de esta Gloria que también se nos promete a lo
largo de las generaciones a aquellos que creemos y testificamos, con nuestra
vida y palabra, que Dios está vivo.
Vivir
plenamente la Semana Santa es vivirla toda, absolutamente como ocurrió. Cada
momento y circunstancia. Con el dolor de la pérdida, la angustia de la espera y
la alegría de la redención. Un buen discípulo misionero pasa por estas etapas.
No hay que frenarse en el Viernes: hay que pasarlo para llegar al Domingo de
nuestra gloria. Oración, reconciliación, paciencia y amor de Dios. Sean los
ejes de nuestra vida cristiana. Que así sea.
P. Dante De Sanzzi
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