El monte y la adoración. La mística de la Misión.


Octubre Misionero: La Alegría del Evangelio.

     “Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verlo, le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,…»”.[1]
 «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús». Con esas hermosas palabras comienza la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium del Papa Francisco. La clave de la “alegría” está en el “encuentro con Jesús”.
   Llama la atención que Mateo coloque como último acontecimiento descrito en su Evangelio, el envío misionero por parte de Jesús, recién en su último capítulo y además en los últimos versículos. Eso se debe a que todo Evangelio nos da a conocer primero quién es Jesús para que el discípulo tenga un verdadero encuentro, un enamoramiento con Cristo y sea así un “acontecimiento” en él y se convierta en un misionero alegre del Evangelio.
   Sin ese centro hay dos riesgos, que la misión sea un misticismo desencarnado o que el misionero sea un representante de una ONG, como suele decir el Papa Francisco.
   El texto arriba citado nos puede ayudar dónde encontrarnos con Jesús.
·         El Monte: “Los once discípulos fueron al monte que Jesús les había indicado”. En la Biblia el monte, es un lugar de teofanías. Dios se manifiesta en el Sinaí a Moisés; Elías en el monte Carmelo revela quién es el verdadero Dios de Israel a los profetas de Baal;[2] el monte de la Bienaventuranzas, el monte de la Transfiguración, el monte de los Olivos, o Juan en el Apocalipsis que es elevado a un alto monte donde ve la Nueva Jerusalén.
El primer punto a destacar es que suben los once: una Comunidad. Y son obedientes a un llamado, fueron al monte que Jesús les había indicado. Ir al monte, significa subir e indica ya una salida, una ascesis, incluso una cierta fatiga. Los discípulos suben, aún dudando, para un encuentro, para una teofanía. Los discípulos están atravesando la noche oscura de la muerte de su Amigo, por eso dice la Palabra que ellos dudaron. Pero Jesús los cita en el monte, tal vez en el mismo de la Bienaventuranzas, haciéndoles memoria de la alegría que sólo Dios puede comunicar a los misioneros: “Felices los que…”, los lleva al monte para hacer memoria de la experiencia de la Transfiguración y regurgiten en sus dubitativos corazones: “Qué bien estamos aquí”.[3] O para anticiparles los frutos de la misión, la Jerusalén celestial.[4] Los discípulos que suben al monte para el encuentro con Cristo, junto con sus hermanos, también se transfiguran, sus rostros se tornan radiantes[5] al bajar del monte para llevar con alegría el Evangelio. Subamos sin demoras al monte del Tabernáculo y de las Sagradas Escrituras, allí se da siempre este hermoso encuentro transfigurante entre Dios y el hombre. Allí el Señor manifiesta su Gloria y comunica la alegría pascual.

·         Le adoraron. Un verdadero discípulo y misionero recibe en el monte la gracia de la adoración, el sabor por lo Divino, la gracia del discernimiento de la Presencia de Dios. Jesús se encarnó, se hizo uno como nosotros, pero nunca abandonó su condición Divina. Su Presencia trasciende las naciones y también los corazones de todo hombre que lo contempla con fe y se atreve también a dejarse mirar por Dios. Mateo nos cuenta que unos hombres venidos de Oriente, unos Magos, «entrando en la casa (de Jesús); vieron al niño y a su madre y, postrándose le adoraron».[6] Un Dios que quiere sembrar la alegría del Evangelio más allá de Israel. Esta Presencia de Dios se torna misteriosa, pero no por eso deja de ser real. Se trata de una Presencia Transfigurada y es al mismo tiempo transfigurante para quien lo contempla y se deja contemplar por Él con espíritu de fe. Los discípulos al verlo, le adoraron. A una auténtica misión no le puede faltar previamente ese momento de adoración. Allí, delante del Misterio, postrado y prosternado, el misionero se vacía sí mismo, de sus prejuicios, de sus idealismos e ideologías, de sus antojos; allí en el monte y adorando, se transfigura, se olvida de sí para recibir el don del Espíritu Santo que Cristo sopla en él, dándole al discípulo la experiencia de un nuevo Pentecostés constituyéndolo así en alegre misionero, en miembro de una comunidad, obediente al llamado que dice:

·         «Vayan, y hagan discípulos a…» Ahora sí, con la alegría que solo Dios nos puede regalar, el misionero “sale” a llevar el anuncio, el Evangelio, con el rostro y el corazón transfigurados, radiante de la Gloria Divina. Es interesante resaltar que esta acción, este verbo “ir”,[7] connota un “traspasar, un ir más allá, un atravesar, ir al otro lado”; e incluso es un “ir” peregrinando, es decir, “ir, precisamente, con una misión misteriosa”.

   Si queremos ser misioneros “alegres”, misioneros en que la Palabra atraviese, transforme y peregrine por y en el corazón de las gentes, si queremos una verdadera Iglesia en salida, que irradie alegría, entonces, antes subamos al monte, con los once, es decir, en comunidad y en comunión con la Iglesia, que allí veremos al Señor, y adorémosle. Ahí está la verdadera escuela de la alegría, en donde haya una comunidad orante, mística y al mismo tiempo con los pies sobre la tierra; una Iglesia discípula y convertida en misionera, portadora de la alegría del Evangelio.

Pbro. Gerardo Rivetti
Fraternidad Monástica Virgen del Signo
Diócesis de Rio Cuarto



[1] Mt. 28, 16-20.
[2] Cf. 1 Re. 16, 20-46.
[3] Cf. Mt. 17, 4.
[4] Cf. Ap. 21, 10.
[5] Cf. Ex. 34, 30. 35.
[6] Mt. 2, 11.
[7] Poreuomai = ir; el sufijo deriva de la raíz péran= “más allá de; al otro lado de; traspasar”.

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